Ya no solo jugábamos con el teatro. De entre las muchas cosas envidiables que se podían encontrar en aquel cuarto de juegos tan abigarrado, sobresalía una considerable cantidad de libros de cuentos. Algunos
en francés, pero la mayoría en español. Yo tenía en casa muchos libros,
pero casi todos estaban más que releídos. Últimamente, con la ausencia
de papá, que era quien escribía a los Reyes Magos, o me los regalaba por
Navidad o por mi santo (y a veces sin festejo alguno de por medio), ya
muy raramente me llegaban. Leer fue una de las cosas que más me unió a
Gavrila.
A
menudo nos echábamos en el suelo, boca abajo, compartiendo un mismo
libro y un mismo trocito de alfombra. Tácitamente elegíamos siempre el
mismo tramo, con los mismos dibujos y colores, una mezcla de rombos y círculos azul y marrón. Con los días, llegó a ser un territorio propio, una especie de refugio-cabaña en algún bosque, donde se entraba para trasladarnos a espacios solo visibles a través de sus palabras, de donde se salía para reincorporarse al mundo exterior. Yo veía aquel trocito
de alfombra como puerta, cerradura y llave de un país solo nuestro. Se
abría al entrar, se cerraba al salir. Un secreto tan íntimo que ni
siquiera se podía nombrar en silencio, con el libro abierto y
compartido. Si
era un libro francés y contenía frases que yo, todavía, no entendía
bien, él las traducía, con su peculiar pronunciación de erres rotundas,
que no eran precisamente las suaves y casi guturales erres francesas. Un día le pregunté:
-¿Por qué dices así la erre?
-Porque soy ruso.
Y
al decirlo levantó la cabeza, casi desafiante. Me pareció una razón
bastante buena, aunque sin comprender muy bien por qué. Todo lo que él
decía, a pesar de que a primera vista me pareciese más allá de cuanto
hasta entonces sucedía o había escuchado en mi entorno habitual, acababa
siendo razonable y, sobre todo, verdadero. Mucho más verdadero que las aplastantes «verdades como puños» con que solían apabullarme tanto en Saint Maur como en casa.
A.M. Matute
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