Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream y hacía
ochenta y cuatro días que no cogía un pez. En los primeros cuarenta días
había tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin
haber pescado los padres del muchacho le habían dicho que el viejo
estaba definitiva y rematadamente salado, lo cual era la peor forma de
la mala suerte, y por orden de sus padres el muchacho había salido en
otro bote que cogió tres buenos peces la primera semana.
Entristecía
al muchacho ver al viejo regresar todos los días con su bote vacío, y
siempre bajaba a ayudarle a cargar los rollos de sedal o el bichero y el
arpón y la vela arrollada al mástil. La vela estaba remendada con sacos
de harina y, arrollada, parecía una bandera en permanente derrota.
El
viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte
posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel
que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical estaban en sus
mejillas. Esas pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante
abajo y sus manos tenían las hondas cicatrices que causa la manipulación
de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces.
Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto.
Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y estos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos…
E. Hemingway