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martes, 10 de septiembre de 2013

Culumeta


“Después iba al piso y entraba en la habitación pequeña.
Una vez, una paloma salió volando por el agujero de la trampa, como un grito.

Y en lugar de espantar a las palomas para que aborreciesen las crías, me puse a coger los huevos  y a sacudirlos con rabia.

…Dejé el cuchillo encima de la consola  y empecé a desnudarme.
Antes cerré los postigos y por la rendijita entraba la claridad del sol y fui hasta la cama y me senté y me descalcé.

El somier crujió un poco, porque era viejo y ya hacía tiempo que teníamos que cambiarle los muelles.
Tiré de las medias como si tirase de una piel muy larga, me puse los escarpines y entonces me di cuenta que estaba helada.

Me puse el camisón descolorido de tanto lavarlo.
De uno en uno me abroché los botones hasta el cuello, y también me abroché los botoncitos de las mangas.
Haciendo que el camisón me llegase hasta los pies, me metí en la cama y me arrebujé.
Y dije,  hace buen día.

La cama estaba caliente como la panza de un gorrión, pero el Antoni temblaba.
Le sentía castañetear los dientes, los de arriba contra los de abajo o al revés.
Estaba vuelto de espaldas y le pasé un brazo por debajo de su brazo y le abracé por el pecho. Todavía tenía frío.

Enrosqué  las piernas con sus piernas y los pies con sus pies y bajé la mano y le desaté la atadura de la cintura para que pudiera respirar bien. Le pegué la cara a la espalda y era como si sintiese vivir todo lo que tenía dentro, que también era él: el corazón  lo primero de todo y los pulmones y el hígado, todo bañado con jugo y sangre.

Y  le  empecé a pasar la mano poco a poco por el vientre porque era mi pobrecito inválido y con la cara contra su espalda pensé que no quería que se me muriera nunca y le quería decir lo que pensaba, que pensaba más de lo que digo, y cosas que no s e pueden decir, y  no dije nada.

Los pies se me iban calentando y nos dormimos así;  y antes de dormirme, mientras le pasaba la mano por el vientre, me encontré con el ombligo y le metí el dedo dentro para taparlo, para que no se me vaciase todo él por allí…

Todos cuantos nacemos, somos como peras…para que no se escurriese todo él como una media.
Para que ninguna bruja mala me lo sorbiese por el ombligo y me dejase sin el Antoni.
Y nos dormimos así, poco a poco, como dos ángeles de Dios,  él hasta las ocho y yo hasta las doce bien dadas…

Y cuando me desperté de un sueño de tronco, con la boca seca y amarga, toda yo  como salida de la noche de cada noche, que aquella mañana era mediodía,  me levanté y me empecé a vestir como siempre un poco sin darme cuenta, con el alma guardada todavía dentro la cáscara del sueño.

Y cuando me puse de pie me sujeté las sienes con las manos y sabía que había hecho algo diferente pero me costaba pensar en lo que había hecho.

Y si lo que había hecho, que no sabía si lo había hecho, lo habría hecho algo despierta o muy dormida, hasta que me lavé la cara y el agua me despabiló…y  me puso color en las mejillas y luz en los ojos.
No hacía  falta almorzar porque era muy tarde. Sólo beber un poco de agua para quitarme el fuego de la boca…

El agua estaba fría  y eso me hizo recordar que el día antes, por la mañana, había llovido mucho y pensé que por la tarde, cuando fuese al parque como siempre,  a lo mejor encontraba charcos de agua en los senderos…y dentro de cada charco, por pequeño que fuese, estaría el cielo…el cielo que a veces rompía un pájaro…un pájaro que tenía sed y rompía sin saberlo el cielo del agua con el pico…o unos cuantos pájaros chillones que bajaban de las hojas como relámpagos, se metían en el charco,
se bañaban en él con las plumas erizadas y mezclaban el cielo con fangoy con picos y con alas…”

La plaza del diamante
M. Rodoreda