" Mientras
informaba a sus compañeros de lo que había ocurrido, mientras se vestía
tan rápido como podía, mientras se bebía un café que todavía estaba
hirviendo sin haber revuelto bien el azúcar depositado en el fondo de la
taza, mientras pisaba el acelerador de su coche para remontar la rampa
del aparcamiento subterráneo del hospital, J. Olmedo trataba de
desplazar todos los cadáveres que poblaban su memoria con el recuerdo de
todos los accidentados que habían logrado sobrevivir ante sus ojos. Se
aferraba a cada cama de hospital, a cada ejercicio de recuperación, a
cada lágrima furtiva, a cada sonrisa consciente, a cada jarrón con
flores, como a la única palanca capaz de hacer saltar por los aires
otras tantas imágenes de cuerpos sin piernas, sin brazos, sin ojos, sin
cabeza, sin verdadero cuerpo, todos los despojos privados de vida cuya
muerte había visto certificar o había tenido que certificar él mismo.
Nunca había estado sometido a una presión semejante, nunca se había
sentido tan fuera de sí, nunca recordaba haber tenido tanto miedo como
entonces. Necesitaba gritar, maldecir al cielo, machacarse los nudillos
contra el salpicadero, arañarse la cara, pero se estaba quieto, y
conducía con toda la prudencia que era capaz de simultanear con la
máxima velocidad que desarrollaba el motor del coche, y con toda la fe
que podía improvisar. "
Almudena Grandes.
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