Afortunada volaba solitaria en la noche hamburgueña. Se alejaba batiendo enérgica las alas hasta elevarse sobre las grúas del puerto, sobre los mástiles de los barcos, y enseguida regresaba planeando, girando una y otra vez en torno al campanario de la iglesia.
- ¡Vuelo! ¡Zorbas! ¡Puedo volar! - graznaba eufórica desde la vastedad del cielo gris.
El humano acarició el lomo del gato.
- Bueno gato, lo hemos conseguido - dijo suspirando
- Sí, al borde del vacío comprendió lo más importante - maulló Zorbas.
- ¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que comprendió? - preguntó el humano.
- Que sólo vuela el que se atreve a hacerlo - maulló Zorbas.
- Supongo que ahora te estorba mi compañía. Te espero abajo. - se despidió el humano.
Zorbas permaneció allí contemplándola, hasta que no supo si fueron las gotas de lluvia o las lágrimas las que empañaron sus ojos amarillos de gato grande, negro y gordo, de gato bueno, de gato noble, de gato de puerto.
L. Sepúlveda
Historia de una gaviota y del gato que la enseñó a volar
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