Llamó mi atención, perdida por las flores de la vereda, un
pajarillo lleno de luz, que, sobre el húmedo prado verde, abría
sin cesar su preso vuelo policromo. Nos acercamos despacio, yo delante,
Platero detrás. Había por allí un bebedero umbrío,
y unos muchachos traidores le tenían puesto una red a los pájaros.
El triste reclamillo se levantaba hasta su pena, llamando, sin querer, a
sus hermanos del cielo.
La mañana era clara, pura, traspasada de azul. Caía del pinar
vecino un leve concierto de trinos exaltados, que venía y se alejaba,
sin irse, en el manso y áureo viento marero que ondulaba las copas.
¡Pobre concierto inocente, tan cerca del mal corazón!
Monté en Platero, y, obligándolo con las piernas, subimos,
en un agudo trote, al pinar. En llegando bajo la sombría cúpula
frondosa, batí palmas, canté, grité. Platero, contagiado,
rebuznaba una vez y otra, rudamente. Y los ecos respondían, hondos
y sonoros, como en el fondo de un gran pozo. Los pájaros se fueron
a otro pinar, cantando.
Platero, entre las lejanas maldiciones de los chiquillos violentos, rozaba
su cabezota peluda contra mi corazón, dándome las gracias,
hasta lastimarme el pecho.
Platero y yo
J.R. Jiménez.
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